Lo que llegó para quedarse
Siempre debimos habernos lavado las manos antes de entrar a una tienda, sobre todo,de alimentos.
Usar bolsas reutilizables para comprar frutas, verduras, etc. y evitar las bolsas plásticas que nos obligaban a untarnos los dedos de saliva para abrirlas y, luego, con las manos contaminadas, seguir palpando todos los productos en exhibición.
Siempre debimos haber podido contar con un dispensador de gel antibacterial a la entrada de los comercios, los centros comerciales, las oficinas,los restaurantes, los bancos…
Siempre debimos haber sido conscientes de aquellos momentos en que excedimos la capacidad de los buses; tomar la iniciativa de no subir para evitar el sobrecupo, aunque ello implicara llegar tarde a una cita o al trabajo, pues habríamos sido conscientes de que nada mejoraría mientras siguiéramos alimentando el problema.
Caminar, usar la bicicleta cuando estábamos en capacidad de hacerlo, repensar los horarios de visita…
Siempre debimos haber contemplado la posibilidad de que las horas hábiles no les resten tiempo a la familia, a los amigos, al deporte, al bienestar.
Atestiguar la salida del sol y terminar las tareas de la jornada cuando aún queda luz en el día para contemplar la sonrisa de los nuestros…
Nunca debimos olvidar cuán vulnerables somos ante las fuerzas de la naturaleza y cuán vulnerable es la naturaleza ante la fuerza de las acciones humanas; ni olvidar que somos orgánicos y, por ende, nos necesitamos mutuamente.
Tampoco pretender que podíamos –y podemos– escaparnos en los mundos virtuales que existen porque nuestra mente existe, pero esta solo vive gracias a nuestro ser tangible.
Nunca debimos olvidar que enfrentamos un conflicto eterno entre la temporalidad y la trascendencia, que nos obliga a pensar en dejar un legado para que nuestro camino no haya sido cursado en vano.
Creer que lo esencial era el momento y que las experiencias perduran solo en la memoria de quienes las presencian, pero se esfuman de la colectividad cuando no son compartidas.
Siempre deberemos recordar –cuando revisemos los dos años pasados– que aquello que “llegó para quedarse” no es una actitud ni un comportamiento amistoso con la digitalización, que seguramente será la más beneficiada y difundida, sino la conciencia sobre nuestra fragilidad y la necesidad de estrechar nuestros lazos humanos: hablar, reunirnos, extrañarnos, pensar y trabajar en equipo.
Saber que no estamos solos ni queremos estarlo; que el gran cambio de la pandemia es más humano que digital y, como humano, padece de fragilidad y corre el riesgo de ser olvidado. Hoy, los consumidores se preocupan por la vitalidad del planeta y la estabilidad de la sociedad.
Los directivos de mercadeo piensan en la forma como sus planes deben comprometerse con esas necesidades, y todo el ecosistema de la comunicación asume la responsabilidad de alinearse con esas necesidades y objetivos.
Esta es una invitación a repensar nuestros legados; ir más allá de lo temporal.
Esta cavilación nos lleva a concluir que –más allá de la tecnología– la sostenibilidad será el tema de conversación y el gran desafío de 2022 (y de la década que lo comprende).